Érase una vez un árbol de hojas perennes el cual podía ser visibilizado por los viajeros de aquel sitio a grandes distancias y el cual por sabiduría popular, se conocía que había sobrevivido a decenas de generaciones. Aquel árbol milenario, símbolo de espiritualidad, conectaba sus ramas al suelo. Situación por la cual las personas imaginaban era místico, por aquella íntima relación con la madre tierra. Este árbol también tenía una capacidad verdaderamente especial. Si por alguna razón, una de sus semillas terminaba por casualidad en los recovecos de un árbol muerto, estás serían capaces de florecer de manera fenomenal. Así, algunos otros familiares de aquel árbol, descansaban en lugares como cementerios o templos, debido a que ellos recordaban a las personas el renacimiento y la eternidad. Dicho ser viviente era conocido por lugareños como el Árbol del Tejo, y era de suma importancia para los sabios de aquel lugar.
Sin embargo el Tejo tenía una peculiaridad. Todo el árbol era altamente tóxico, a excepción de un arillo de un intenso color rojo, que fructificaba alrededor de la simiente. Un día un niño que iba caminando por el campo sintió un fuerte deseo por acercarse a aquel árbol. Y cómo no hacerlo si ese árbol era tan misterioso. Así a paso apresurado, dio unas zancadas rápidas que se convirtieron en saltos largos, los cuales a su vez, terminaron en correr a toda velocidad para acercarse a ese enigmático inmóvil y frondoso árbol. De lo rápido que corría no se percató de una situación bastante dolorosa después de haber pisado ya el cuerpo inerte de un pajarito de la región. No era uno, sino varios de ellos alrededor. Y parece que ellos habían muerto en diferentes momentos en el espacio del tiempo. El niño se sintió muy extrañado y simplemente rumiando en su cabeza porque esto había sucedido, se deslizó por el tronco del árbol y se sentó en la base de tierra que lo rodeaba. Pasó algo de tiempo y su pensamiento se convirtió en enojo y frustración. De pronto recordó haber oído de un sabio en el pueblo, de un árbol tóxico que tenía la capacidad de matar a cualquier ser vivo que comiera las semillas de él. Entonces fue que se levantó impulsivamente a patear a aquel árbol, diciéndole que porqué era así. Acto seguido comenzó a llorar. De pronto de la nada escucho una grave voz como si se tratara de la caja de sonido de un chelo.
La voz le dijo: Yo soy Albero, árbol de mil quinientos años y quiero compartirte una lección que la vida me dio, y esto es que nada me hace diferente de ti. Ustedes los seres humanos como yo, se alimentan de la tierra tanto de cosas buenas como de cosas malas. Y así como las cosas buenas nos hacen crecer, en mi caso por ejemplo para tener unas frondosas ramas y un tronco sólido, también tenemos cosas dentro de nosotros que son tóxicas y con las cuales incluso podemos intoxicar a los demás. Pero de nosotros depende luchar contra esa parte nuestra que es tóxica y brindarnos la oportunidad de crear frutos que no sean venenosos. En mi caso, aquel fruto que rodea a mis semillas hace que aunque estas sigan siendo dañinas para los demás, trato de poner lo mejor de mi para que se pueda conocer mi esfuerzo diario y que las personas sepan que deseo hacer las cosas bien.